jueves, 31 de julio de 2014

El eje es el respeto.

Hace algo más de un mes que no escribía, que no me dejaba los ojos y el alma en ello. Supongo que no me ha pasado nada tan doloroso como para plasmarlo aquí; supongo que he encontrado un sustitutivo para la que antes era mi verdadera criptonita. Pero mentiría. Nada anestesia mejor mi dolor y mis sentimientos que escribirlos, soltarlos, hacerlos líneas. Puede que lo que me ha pasado ha sido que he vuelto a ilusionarme de veras, a tener fe, aquella que creí perdida. Es sorprendente cómo la persona adecuada sabe tocar, aunque a tientas, los botones correctos. Sin embargo, no todo ha sido de color de rosa. Este último mes ha sido el mejor ejemplo de cómo cambian las cosas a como las imaginas, de lo distinto que acaba siendo lo que era evidente, lo poco fiable que es planificar a largo plazo, lo fácil que es hundirse y la grata sensación de volver a flote. Verdaderamente han sido tiempos difíciles, y más si es para soñadores como yo. Pero algo ha hecho clic dentro de mí, alguna de las cosas que últimamente me han pasado han hecho demasiada mella en mí, o más bien, la que me hacía falta. He despertado del trance de la ingenuidad, y he perdido el resquicio que de ella me quedaba. Me he dado cuenta de qué importante es respetarse a uno mismo cuando eres consciente de que solo te tienes a ti mismo, y que si no te respetas nadie verá necesario hacerlo. Que todo, absolutamente todo en esta vida nos pone a prueba. Tomar decisiones hace tiempo que ha dejado de ser simple. Decidirse conlleva ser consecuente con lo que se elige y por tanto, hacer desde ese momento caso omiso a aquello que se rechaza. Lo que dejamos atrás nos obliga acambiar. Destroza el molde, nos hace crear, romper barreras, palpar de nuevo nuestros barrotes. Un cambio supone hacer balance para reconstruir todo aquello que se ve sombrío, marchito o muerto en uno mismo. Y aun siendo impropio de mí pensar lo que voy a decir, lo hago: nadie es irreemplazable. Lo que en apariencia parecía firme, ahora se mueve en arenas movedizas. Lo inquebrantable también se corrompe.

Para bien o para mal, las cosas han cambiado. Pero en verdad, yo también he cambiado. No soy la misma persona que hace unos meses; no me adolecen las mismas cosas; no me atormentan los mismos recuerdos. No sé cómo ni cuándo, pero siento cómo me elevo y miro por encima a mi yo de antes, no tan lejana, pero totalmente distinta. Por activa o por pasiva he acabado entendiendo lo que significa hacerse respetar, llevar por encima de opiniones y reacciones tus principios y valores, y hacer que sean algo más que papel mojado. Hacerlos palpables tras tanto tiempo siendo inteligibles. Es una sensación nueva para mí eso de ponerme por delante, negarme a ceder por comodidad como solía hacer antes, y esperar a ver cómo las cosas simplemente pasan como tienen que pasar cuando yo dejo de inmiscuirme en su curso natural. Ver qué sucede cuando yo bajo los brazos y espero de otros lo que siempre saben (o sabían) que podían esperar de mi. Tirar la toalla simplemente para ver qué pasa cuando dejo de tirar sola en un carro de dos. Y como suponía, las cosas cambian de forma abismal. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, siento que me estoy respetando y haciéndome respetar; que esto es lo que tendría que haber empezado a hacer hace mucho tiempo. Pero sobre todo, he comprendido que todo lo que me parecía inamovible ahora pende de un hilo demasiado fino; que no depende de mí que se rompa, pero sí que no vuelva a ser firme.